Siempre me ha fascinado la lógica con que manejan las
situaciones los ancianos. Por extrañas que parezcan éstas, ellos sacan a
relucir su pragmatismo haciendo cotidiana cualquier circunstancia que pueda
darse.
Mis abuelos, por ejemplo, me impresionaban por sus
respuestas lógicas, seguras y claras a los problemas, o cualquier otra
situación, que se daban en mi familia. Es algo que se quedó grabado a fuego en
mi memoria y es, además, de las cosas que más admiro en la gente; el
pragmatismo y la lógica. Cualidades que también están presentes en los
razonamientos que hacen los niños pequeños. Es alucinante la capacidad que
tienen nuestros pequeños para dejarnos con la boca abierta.
Un día, tras estar regañando a mi hijo porque no hacía
más que correr cuando íbamos de casa hacia el colegio por la mañana, le dije:
cariño ¿no estás cansado de correr todo el rato, mi vida? A lo que contestó:
“todavía no, papá” y siguió corriendo. Después, ya por la tarde, volviendo del
colegio a casa, le tenía que azuzar para que se apresurara porque el niño tenía
entrenamiento de fútbol y llegábamos tarde. Al llegar al vestuario, me dijo que
no quería entrenar. Pregunté: “pero hijo ¿por qué no quieres jugar al fútbol
hoy?” Y me contestó: “papi, es que ya estoy cansado de correr”
Solía pensar, y además estaba convencido de
ello, que estas cualidades las perdíamos en la adolescencia. Hasta que me di de
bruces con una situación que me dejó de piedra. No obstante, su recuerdo hace
que sonría.
El otro día llegaba a casa después de ir a recoger a
mi hijo al colegio y vi a dos chicos de unos catorce años sentados en un banco
en el parque que hay al lado de mi casa. Hasta ahí todo normal. El caso es que
uno de ellos lloraba como el niño que es, sin poder pronunciar palabra. De
hecho, le venía un hipo y hacía unos aspavientos que para qué. Un drama en toda
regla. El otro, el colega de turno, le pasaba el brazo por el hombro y le decía
lo típico en estos lances; que si son todas iguales; que si no quería seguir
con él es porque no era la chica de su vida; que no sufriera que la vida era
muy larga, ellos muy jóvenes, y ya encontrarían su amor... Yo pensaba: “están
hablando de la chica y del amor de su vida con catorce años” así que fingí
jugar con el niño a la pelota y agucé el oído porque yo, para qué negarlo, soy
un cotilla. Además, yo también he pasado por situaciones parecidas... ¿Quién
no?
Los chicos iban vestidos con unos vaqueros
raídos de los que se llevan ahora tan bajos que, sin usar la imaginación, se
les puede ver la hucha, con los bolsillos traseros a la altura de las
pantorrillas, ya me dirán la utilidad de esos bolsillos; vestían una sudadera
con capucha y un chaleco de plumas. Igual era el uniforme del colegio porque
iban los dos del mismo modo. Ahí, aparcados a su lado, sobre las carpetas,
junto a un paquete de tabaco de liar, tenían los papeles y un mechero.
Sin dejar de llorar, el triste plañidero abandonado,
se remangó y enseñó a su amigo el brazo izquierdo que lucía un tatuaje en su antebrazo
que decía: “Jenny” en una limpia y hermosa caligrafía
británica.
Así que, mientras les miraba disimuladamente,
jugando con mi hijo a la pelota, esbocé una amplia sonrisa ante lo ridículo de
la situación que estaba presenciando. Pero lo que hizo que me riese a
carcajadas, ahí en medio de tamaño drama, fue la aplastante lógica del colega
que ejercía de consolador, quien, con un gran aplomo, le dijo a su amigo:
“Colega, tienes que buscar una piba que se llame igual”. El plañidero
abandonado lo abrazó y dijo: “Gracias”, se encendieron un cigarro cada uno y se
quedaron ahí con su drama. Cogí la pelota y al niño y nos fuimos para casa.
Mientras abría la puerta del portal reconocí la lógica de mi abuelo en las
sabias palabras del chaval y volví a reír.
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