9/1/13

La lógica de los ancianos




Siempre me ha fascinado la lógica con que manejan las situaciones los ancianos. Por extrañas que parezcan éstas, ellos sacan a relucir su pragmatismo haciendo cotidiana cualquier circunstancia que pueda darse.

Mis abuelos, por ejemplo, me impresionaban por sus respuestas lógicas, seguras y claras a los problemas, o cualquier otra situación, que se daban en mi familia. Es algo que se quedó grabado a fuego en mi memoria y es, además, de las cosas que más admiro en la gente; el pragmatismo y la lógica. Cualidades que también están presentes en los razonamientos que hacen los niños pequeños. Es alucinante la capacidad que tienen nuestros pequeños para dejarnos con la boca abierta.

Un día, tras estar regañando a mi hijo porque no hacía más que correr cuando íbamos de casa hacia el colegio por la mañana, le dije: cariño ¿no estás cansado de correr todo el rato, mi vida? A lo que contestó: “todavía no, papá” y siguió corriendo. Después, ya por la tarde, volviendo del colegio a casa, le tenía que azuzar para que se apresurara porque el niño tenía entrenamiento de fútbol y llegábamos tarde. Al llegar al vestuario, me dijo que no quería entrenar. Pregunté: “pero hijo ¿por qué no quieres jugar al fútbol hoy?” Y me contestó: “papi, es que ya estoy cansado de correr”

Solía pensar, y además estaba convencido de ello, que estas cualidades las perdíamos en la adolescencia. Hasta que me di de bruces con una situación que me dejó de piedra. No obstante, su recuerdo hace que sonría.

El otro día llegaba a casa después de ir a recoger a mi hijo al colegio y vi a dos chicos de unos catorce años sentados en un banco en el parque que hay al lado de mi casa. Hasta ahí todo normal. El caso es que uno de ellos lloraba como el niño que es, sin poder pronunciar palabra. De hecho, le venía un hipo y hacía unos aspavientos que para qué. Un drama en toda regla. El otro, el colega de turno, le pasaba el brazo por el hombro y le decía lo típico en estos lances; que si son todas iguales; que si no quería seguir con él es porque no era la chica de su vida; que no sufriera que la vida era muy larga, ellos muy jóvenes, y ya encontrarían su amor... Yo pensaba: “están hablando de la chica y del amor de su vida con catorce años” así que fingí jugar con el niño a la pelota y agucé el oído porque yo, para qué negarlo, soy un cotilla. Además, yo también he pasado por situaciones parecidas... ¿Quién no?

Los chicos iban vestidos con unos vaqueros raídos de los que se llevan ahora tan bajos que, sin usar la imaginación, se les puede ver la hucha, con los bolsillos traseros a la altura de las pantorrillas, ya me dirán la utilidad de esos bolsillos; vestían una sudadera con capucha y un chaleco de plumas. Igual era el uniforme del colegio porque iban los dos del mismo modo. Ahí, aparcados a su lado, sobre las carpetas, junto a un paquete de tabaco de liar, tenían los papeles y un mechero.

Sin dejar de llorar, el triste plañidero abandonado, se remangó y enseñó a su amigo el brazo izquierdo que lucía un tatuaje en su antebrazo que decía: “Jenny” en una limpia y hermosa caligrafía británica.
Así que, mientras les miraba disimuladamente, jugando con mi hijo a la pelota, esbocé una amplia sonrisa ante lo ridículo de la situación que estaba presenciando. Pero lo que hizo que me riese a carcajadas, ahí en medio de tamaño drama, fue la aplastante lógica del colega que ejercía de consolador, quien, con un gran aplomo, le dijo a su amigo: “Colega, tienes que buscar una piba que se llame igual”. El plañidero abandonado lo abrazó y dijo: “Gracias”, se encendieron un cigarro cada uno y se quedaron ahí con su drama. Cogí la pelota y al niño y nos fuimos para casa. Mientras abría la puerta del portal reconocí la lógica de mi abuelo en las sabias palabras del chaval y volví a reír.

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