11/3/13

Esos son los malos

Recuerdo como si fuese ayer el momento en que nació mi hijo. En ese mismo instante en que le vi la cara, supe por quién daría la vida sin pensarlo. Con ello no quiero decir que a mi mujer no la quiera, que la quiero con locura. 

La quiero muchísimo, como quiero mucho a mis padres,  hermanos, amigos, en fin, a todo el mundo, pero ése es tu hijo. Es sangre de tu sangre, es vida engendrada por tu esposa y por ti. Lo es todo. Por él darías la vida, sin lugar a dudas. Si no lo harías yo creo que es porque tienes un problema.

El momento del parto lo recuerdo con una sensación agridulce. Por un lado estaba mi mujer, sufriendo y muy dolorida, y yo sin saber bien qué hacer. Preocupadísimo por ella, pero expectante y emocionado por ver el niño que va a llegar. Me ponía en un sitio, en otro. En otro más. Me sentía manejado por todo el mundo, porque me decían continuamente dónde había de colocarme. Quería estar pendiente de todo y ayudar lo máximo, pero no podía. Me sentía un inútil. Con no molestar ya ayudas bastante, me dijeron en repetidas ocasiones. Hasta que nació el niño. Yo miré a mi esposa y los dos lloramos de la emoción, besándonos.

Sin previo aviso, pusieron en mis brazos a una criaturita envuelta a la que sólo veía la carita (mi hijo estaba con los ojos abiertos de modo que se lo presenté a todas las personas presentes en el paritorio) y la emoción te supera. De hecho, yo esos momentos los recuerdo borrosos. Pues se me empañaron las gafas de las lágrimas que no pude contener. Miré a mi mujer con una infinita gratitud y, tras mostrarle al niño, con sumo cuidado, la besé otra vez. Ahí empezó lo difícil.

Porque depositamos en el bebé todas nuestras esperanzas. Lo que, en dosis pequeñas, es sano; pero abusar de ello crea conflictos, daño, duelos y llantos. Hay también gente que transmite a sus vástagos su frustración y eso es un error fatal. No le pidas a tu hijo lo que tú no has sido capaz de hacer. Déjalo que crezca, que se desarrolle. No intentes moldearlo, mejor ayúdalo a crecer. Lo que yo más deseo para mi hijo es que sea feliz y libre. Me da igual si me sale del Atleti, del Rayo o si es un torpe para los deportes, lo que quiero es que sea feliz y libre. No me importa si es un zote en matemáticas, de verdad, lo que quiero es que sea feliz y libre. Obviamente, me encantará, como a todos los padres del mundo, que sea el mejor en todo, pero eso es imposible. Además no hay que forzar la máquina, porque podemos hacer de nuestro hijo un frustrado y luego vienen los problemas gordos de verdad.

Queremos también, que nuestros hijos den por sentado y sean conscientes que viven mejor de lo que vivíamos nosotros a su edad. Pero, paradójicamente, al mismo tiempo, deseamos que no lo den por sentado, porque tememos que los malos tiempos vuelvan a causa de su ignorancia. Mejor conocer los errores pasados para no volver a cometerlos. Eso de que estamos condenados a repetir nuestra historia creo sinceramente que es un error corregible con la educación. A pesar de nuestros dirigentes, si los educamos bien, no la repetiremos.

Me gustaría que mi hijo aprendiera a sumar. No a restar ni a dividir sino a sumar. Que él aprenda que todos unidos somos más que uno solo. Que la libertad del individuo está bien, es algo maravilloso por lo que luchar, pero termina donde empieza la de la persona de al lado. Que aprenda a vivir su tiempo y sea librepensador. Que nadie le diga lo que tiene que decir, pensar o hacer. Porque ésos, hijo mío, los que quieren controlarte, siempre son los malos.

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