En el desierto chileno de
Atacama, en la mina de cobre y oro llamada San José, era donde los treinta y
tres hombres protagonistas de esta historia trabajaban día a día. Eran trabajadores
duros, como todos los mineros, que, tras su jornada laboral, se iban a tomar
unos tragos para afianzar aún más su camaradería y compadreo entre sí. Sabían
de la posibilidad de que algún día todo se viniera abajo y quedaran sepultados
perdiendo su vida y echando a perder la de sus seres queridos. Todos los
mineros viven sabiendo que esa realidad puede darse, y se da, de vez en cuando.
Cada uno de los treinta y tres mineros tenía sus metas, sus ilusiones, sus
sueños. Cada uno de los treinta y tres, empero, dejaron todas sus esperanzas
enterradas para siempre sepultadas en esa maldita mina.
Las pesadillas de los treinta y
tres comenzaron el cinco de Agosto de 2.010 cuando una masa de rocas del tamaño
de un rascacielos se desplomó sobre estos treinta y tres trabajadores
dejándolos sepultados durante sesenta y nueve días a una profundidad de más de
setecientos metros. Todos recordamos el revuelo que produjo la noticia del
derrumbamiento. Todos seguíamos las novedades referentes a estos mineros con
ansiedad, estupefacción y esperanza. Todos nos asombramos cuando dijeron que
iban a utilizar una cápsula para intentar su liberación. Era una operación
delicada, nos dijeron, pero salió a la perfección. También todos tenemos
grabadas en la memoria las imágenes del rescate. Las imágenes del presidente
chileno abrazando a los mineros liberados aquel trece de octubre fueron
repetidas en cada periódico y en cada televisión de todo el mundo. Por lo que
millones de espectadores fuimos testigos de tan espectacular rescate. Todos nos
alegramos por ellos. Ignorando que su infierno comenzaba precisamente en ese
instante. Paradójicamente cuánto más ascendían en esa cápsula salvadora, más se
abría el infierno para cada uno de ellos.
Cuando se desplomaron las
setecientas mil toneladas de roca y escombros sobre ellos, el aire desplazado
los arrojó contra las paredes del túnel con violencia, produciéndoles heridas
de diversa consideración. Más adelante, una vez rescatados, se repusieron de
sus dolencias y fueron agasajados como héroes y recibidos e invitados a los
lugares más variopintos y curiosos. Desde el Real Madrid que los invitó a
participar como huéspedes de honor en sus instalaciones, hasta una invitación a
Disney World o a programas de televisión donde alguno de los treinta y tres entonó
canciones de Elvis Presley, ya que era su ídolo. Eran dioses. Eran famosos.
Eran conocidos. Sus vidas parecían haberse resuelto. Pero la alegría es breve
en la casa del pobre. Pronto empezaron los olvidos, dejaron de recibir las
invitaciones a cualquier evento que antes llegaban a raudales. Dejaron de ser
dioses y llegó un momento en que ni siquiera eran héroes. Es muy duro tenerse
que reponer del batacazo que supone estar en lo más alto a lo que puedes
aspirar y que todo ello se disipe de la noche a la mañana. Hay quienes se
descubrían despertándose en una habitación de la casa distinta a la habitación
en que se habían acostado. No sabían cómo habían ido a parar hasta allí. Eran
víctimas de pesadillas que les acechaban en la oscuridad. Se despertaban
empapados en sudor. Comenzaron a tomar medicación para dormir, para la
hipertensión, para la depresión que les supuso el olvido. La más lacerante de
las heridas. Pero además sus vidas se iban desmoronando sin que supieran ni
pudieran solventar los problemas que les sobrevinieron.
El terapeuta de los treinta y
tres, Rodrigo Gillibrand, les equipara a veteranos de guerra. Pues son víctimas
de un claro estrés postraumático, además de por sus ataques de pánico y por las
pesadillas que les impiden conciliar el sueño, porque su armazón emocional está
desequilibrado. Oscilan entre la agresividad y el letargo, de manera que sus
vidas, por su propia dolencia, se han ido desmoronando paulatina e
incansablemente. Asocian sus sentimientos positivos a aquél pozo, por lo que
todos tienen el deseo nostálgico de volver a trabajar en esa mina. Pero ninguno
ha vuelto a trabajar de manera continuada. Alguno de ellos ha conseguido algún
puesto de trabajo eventual pero nada duradero y serio. El resto está
prejubilado y no trabajan por lo que se sienten desolados. Si bien, de los
treinta y tres mineros, sólo diez siguen en contacto con los servicios del
doctor Gillibrand. El resto prefieren refugiarse en la cerveza y contarle sus
problemas al fondo de su vaso.
Le encomendaron a Víctor Segovia,
el compañero al que llamaban “el escritor”, confeccionar un diario de su
encierro. Pero, según comentan ellos mismos, aunque en el interior de la mina
quedaron en que repartirían a partes iguales los beneficios de su historia
entre los treinta y tres, Víctor vendió los derechos de su diario por 70.000
euros y no repartió nada. Por lo que es detestado por sus antiguos compañeros.
Si bien, la ilusión volvió cuando conocieron la noticia de que el productor de
la película “Rocky” llevaría a cabo un filme basado en el diario escrito por su
compañero. Esa película les devolvería la atención del mundo y les devolvería
al escalafón del que los bajaron abruptamente. Pero lo que de verdad esperan es
poder obtener un futuro sin problemas económicos. Sin embargo, la película está
en punto muerto y sus derechos se revenderán en 2.014. Agravado por el hecho de
que, cuánto más tiempo se tarde en hacer la película, menos valdrá la historia
de los mineros y menos interés suscitará con lo que menos ganas de hacer la
película va a tener cualquier productor que se precie. Estuvimos equivocados.
Nos vimos con la gente equivocada, escuchamos y pronunciamos las palabras
equivocadas y firmamos los contratos equivocados.
A todo ello hay que añadirle el desprecio
que sienten por ellos en Copiapó el resto de mineros de la zona. Puesto que
muchos piensan que los treinta y tres provocaron el derrumbe para que los
rescataran como a héroes y así hacerse de oro y salir de la ciudad minera de
Copiapó. De hecho, la ira de los vecinos de esta ciudad minera se motiva en el
hecho de que miles de ellos perdieron el trabajo tras el derrumbe de la mina
San José. Puesto que ese derrumbe provocó que muchas pequeñas empresas cerrasen
al no poder implantar las caras medidas de seguridad que con posterioridad a la
catástrofe les exigían las autoridades. En lugar de los héroes que fueron en su
día, ahora son marginados y además odiados entre sus conciudadanos. Se sienten
poco menos que nada.
De modo que como dijimos antes,
lo más paradójico del caso es que a medida que iban alejándose de la
profundidad de setecientos metros que supuso el rescate en cápsula, sus vidas
descendieron al mayor de los infiernos que supone el olvido de los ídolos.
Héroes olvidados. No hay mayor crueldad que dar a probar un pastel a un niño
hambriento y, después de que lo haya probado, quitárselo de los labios cuando
el estómago ruge de hambre. Eso es lo que les pasó con la fama y con la vida
regalada. Cuando empezaron a saborearla, se esfumó. Se les escapó de entre los
dedos como un litro de agua. Inasible. Porque, en realidad, su fama no dependía
de ellos. Demostrando que no eran más que ídolos con pies de barro que se
fueron derrumbando poco a poco. Hundiéndose cada vez más en el barro de sus
pies. Demostrando también que para llegar a ser conocido basta un golpe de
suerte, pero para mantenerse en la cima tiene que haber una base sólida que
permita caminar por las alturas. Tienes que tener algo que ofrecer. Pero si se
es un ídolo de barro que pone todas sus esperanzas en promesas que son
reiteradamente incumplidas haciendo que la puerta de salida de su infierno
particular esté cada vez más alta y más lejos, al final tu vida se desmorona.
Encerrándolos para siempre en el infierno. La crueldad de la sociedad tiene
estas cosas. El vaivén de la fama también es así. En el desierto de Atacama, de
hecho, a la puerta de la mina San José, deberían haber puesto un cartel, que
dijese: “El infierno empieza aquí”.
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