Casi todos nos habremos conmovido
al ver desastres naturales que se han cobrado más o menos víctimas mortales;
casi todos nos habremos ofendido e indignado al ver cómo han atacado salvajemente
a nuestros vecinos, y a nosotros mismos,
con atentados brutales e indiscriminados que han regado de sangre las calles de
nuestras ciudades; casi todos nos habremos impactado y asustado al ver imágenes
de accidentes salvajes en televisión. En cambio, lo que sí hemos hecho todos
sin excepción ha sido ayudar. De uno u otro modo. En mayor o menor medida.
Según las posibilidades de cada uno, pero ayudando a los demás. Sin esperar un
beneficio a cambio. Ningún tipo de beneficio. Demostrando que somos personas.
Ni más ni menos. También demostrando que somos ciudadanos. Que no es poco.
Dando lecciones al mundo. A todo el mundo. Dando lecciones de vida.
Tengo por muchos motivos muy
presente el recuerdo de las imágenes del atentado de Madrid del 11 de Marzo de
2.004. Unas imágenes en las que se ven los andenes del Pozo del tío Raimundo,
de Santa Eugenia, de Atocha y en tantos y tantos lugares afectados, abarrotados
de gente dispuesta a ayudar. Los andenes
de las estaciones y sus alrededores atestados de gente ayudándose, o
intentándolo, unos a otros. Algunos estaban ayudando “in situ” intentando
socorrer a los heridos o evacuar a los fallecidos. Según lo que se requiriese
en cada momento. Otros, en cambio, arrojaban mantas, sábanas o lo que se
precisara por las ventanas de sus casas para que fuese utilizado como mortajas,
improvisadas vendas o para fabricar rudimentarias camillas. Todo era poco para
ayudar a los heridos. Todos estaban con un nudo en el estómago. Aguantándose
las ganas de llorar. Tragándose las lágrimas. Incapaces de comer porque había
que seguir ayudando hasta que todo acabase. Pero no acababa. Sintiéndose
débiles. Temblando de frío y por la tensión acumulada. Asustados. Horrorizados.
Pero combatiendo el horror. Ayudando. Dando una lección. Una enorme lección de
vida, de humanidad.
Los días siguientes al terrible
atentado de los trenes de Madrid, los madrileños estábamos afectados por los
sucesos. Nos sentíamos heridos en lo más profundo. Unos porque habían perdido a
algún familiar o amigo en la maraña de vagones retorcidos y calcinados; otros,
empero, porque sentían una enorme angustia a la hora de volver a montar en un
tren de cercanías o en el metro. El que no conocía a alguna víctima, conocía a
algún familiar de alguna víctima. De modo que, finalmente, casi toda la ciudad
había de uno u otro modo sido víctima del atentado. Facilitando que todos nos
sintiésemos víctimas. Hubo gente que requirió asistencia psicológica después de
haber ayudado en los andenes. Recuerdo en el metro, ver gente con miradas
perdidas. Lágrimas asomándose. Rostros tristísimos. Terror a flor de piel.
Hombres y mujeres rezando mientras se ponía en marcha el tren. Si se detenía en
medio de un túnel, algún grito que se dejaba escapar. Llantos mudos. Las
lágrimas antes contenidas se vertían en la oscuridad del túnel. El miedo
afloraba sin distingos. La tristeza campaba a sus anchas por todos los rincones.
La ciudad estaba triste. La gente estaba triste. Pero seguimos trabajando.
Seguimos haciendo nuestra vida. De tripas corazón. Intentando rehacer nuestras
vidas. Pasando página. Dando una nueva lección de vida. De sacrificio
ciudadano.
Y es que, esas lecciones de vida se
quedaron grabadas en lo más profundo de mi alma. Un alma henchida por el
orgullo que sentí. Un vívido orgullo por mis conciudadanos, por mis convecinos.
Por todos esos héroes. Entre los que quiero destacar a mis primos y mis tíos
que también estuvieron en uno de aquéllos andenes ayudando sin desmayo.
Ofreciendo su tiempo, dando su vida y regalando su sacrificio por los demás. Un
orgullo que me lleva al borde de las lágrimas cuando recuerdo a tantos y tantos
héroes anónimos que no pedían nada a cambio y que tanto dieron. Que no
obtuvieron más que la satisfacción por el deber cumplido y algún que otro
trauma. Una satisfacción merecida. Algún que otro trauma también porque tiene
que ser muy duro verse en medio de un escenario tan dantesco como fue aquél.
Ese jueves quedó grabado en mi memoria. Quizá lo que más recuerde sea la
tristeza. Pero una tristeza difuminada, como digo, por el orgullo que he
sentido, y sigo sintiendo, por aquéllos héroes.
En cambio, exactamente en la
misma medida en que me enorgullezco del ciudadano que fue a ayudar, detesto y
me asquean los que buscaban un beneficio morboso. El asco y el rechazo, casi
siempre es inversamente proporcional al orgullo sentido. Pues bien, mientras
que el ciudadano luchaba con sus miedos y ayudaba, tragándose todo aquél temor
paralizante, a los heridos; estos otros se enzarzaban en discusiones, más o
menos vehementes, por ver quién había sido el responsable de semejante
barbarie. Una búsqueda de culpable cuyo objetivo no era otro que obtener un
rédito político. Por lo que, bien pensado, estos últimos también nos dieron
toda una lección de vida. Una lección en la que nos demuestran lo que les
interesamos. Una lección en la que nos enseñan cuáles son sus prioridades. Una
lección, en definitiva, con la que demuestran que no están a la altura de los
ciudadanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario