Siempre que llegan estas fechas
me pasa lo mismo. No aprendo. Ando como un bobo con los recuerdos a flor de
piel y, en algunas ocasiones, las lágrimas me sorprenden. Me quedo ensimismado;
mi mujer me mira con cara rara y esboza una sonrisa. Sabe lo que me pasa,
claro. Son muchos años ya. Viéndonos en garitos, teatros, bares, en casa y en
toda situación. Sabe que, cuando la nostalgia se apodera de mis pensamientos,
es porque llega la Navidad. Aunque los grandes almacenes lo hayan anunciado un
mes antes. Aunque las luces inunden las calles. O aunque suenen villancicos,
hasta que no me llega la nostalgia no es Navidad.
Recuerdo cuando era pequeño, con
un cariño absoluto, cómo eran aquéllas Navidades. Eran una excusa para
juntarnos toda la familia en casa de mis abuelos. Mi abuela era la que
preparaba todas las comidas y cenas de estas fechas. Su casa era el lugar de
reunión, sin discusión posible, y todos nos juntábamos allí. Recuerdo muchas
risas, algunas trastadas con sus consiguientes regañinas, muchas canciones y
más juegos. Recuerdo, de hecho, lo recordamos todos los primos cuando hablamos
de las Navidades de entonces, lo que llamábamos la selva. Que no era más que
una habitación llena de colchones y cojines por todo el suelo y dormíamos todos
los primos allí.
Recuerdo la fiesta de los Reyes
Magos. En mi casa sus majestades llegaban después de cenar el día 5 de Enero.
Siguen llegando en ese momento, claro. No al día siguiente como en otras casas,
no. El caso es que buscábamos por toda la casa pruebas de los Reyes Magos,
mirábamos por las ventanas. Los más mayores nos hacíamos los chulitos con los
primos más pequeños diciéndoles: “Ya veréis, si no pasa nada, no estéis
nerviosos, si son…” y entonces, algún tío nos decía: “Bueno, pues si estáis tan
seguros, id y mirad a ver si ya han llegado” No nos atrevíamos. Se lo curraban
muchísimo. Había velas por todos lados, apagaban algunas cuando mirábamos, se
disfrazaban y venían por la terraza, nos tenían embobados. Un despliegue
bárbaro. De pronto alguien gritaba: “Ya han venido, ya han venido” e íbamos a
ver nuestros regalos.
Pero mi abuela, como es lógico,
se fue haciendo mayor y no podía hacer las fiestas en su casa. Así que
empezamos a ir a casa de los demás tíos. No en vano, somos una familia grande,
aunque algunos no nos veamos en años y a otros no los hayamos visto nunca. Todo
fue cambiando. La alegría de aquéllas Navidades antiguas, se fue trocando en
nostalgia. También fuimos creciendo los demás y las Navidades eran una excusa
para ir de fiesta con amigos y, a veces con primos de nuestra edad. Pero
después empezaron a llegar las despedidas.
Mi abuelo, por ejemplo, se fue un
día de reyes. Así que no tuve muchas ganas de fiesta de Navidad en algún tiempo
y otros familiares se fueron también. Lo que hizo que costara tener ganas de
fiesta. Hasta que un acontecimiento felicísimo, hizo que la Navidad volviese a
tener color, sabor, olor y sonidos de fiesta en nuestras vidas: nació mi
sobrino mayor. Poco a poco, fue creciendo la familia y la Navidad va pareciendo
lo que era. De hecho, tengo unas ganas indecibles de celebrar estas fiestas.
Una ilusión enorme por juntar a mis padres en mi casa y darles un ápice de la
ilusión que nos transmitieron. La inmensa alegría de poder disfrutar de mis
sobrinos y mi hijo, así que ¿para qué demorarlo más? Que lo paséis fenomenal en
estas fiestas y que recuperéis la ilusión si la habéis perdido, cuidado con las
uvas y ¡Feliz Navidad!
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