3/4/13

Verdesespero



Cuando se despertó vio que estaba tumbado en una habitación verde. Tenía las paredes verdes, el suelo y el techo verde. Hasta la luz era verde. No había ninguna salida. Buscó debajo de la verde cama; nada. Buscó detrás del verde armario; nada. Buscó palpando en las verdes paredes; nada. Cuánto más buscaba, más se desesperaba. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Se preguntaba. No se acordaba de lo que había hecho el día anterior. “Debo haberme pasado con las drogas”, pensó. Pero no, no era eso. Intentó recordar el día anterior. Nada. Fue un día de lo más normal. Se despertó por la mañana, fue al trabajo, se tomó un café con sus compañeros, en fin, lo de siempre. No había nada anormal. O al menos él no lo sabía. Lo único que había en la habitación era una mesa sobre la cual había unos papeles y unos lapiceros. Todo era de color verde, la mesa, los cuadernos, los colores, absolutamente todo. 

Se sentó a esperar y se fue desesperando por momentos. Se agarraba el cabello con ambas manos y tiraba violentamente, se arrancaba mechones de cabello que caían sobre la verde mesa. Sus lágrimas caían a borbotones por sus mejillas, estaba completamente desesperado. Pero seguía esperando que sucediera algo. Como pasaban las horas y no venía nadie decidió ponerse a dibujar. Dibujó todo lo que pasaba por su cerebro. Hasta dibujó lo que no había sido filtrado por su mente. Puso su cabeza en blanco y se dispuso a dibujar. Dibujó hasta que el sueño le venció. Estuvo las veinticuatro horas de ese extraño día dibujando con colores verdes sobre las verdes hojas. Se quedó dormido sobre la mesa y, cuando tuvo la sensación de que la espalda le dolía, se levantó y fue a su cama.

Se despertó en su casa. En su casa de siempre, en la casa de sus padres. Sobre la cama que siempre había tenido; chirriaba, ésta, anunciándole un nuevo día. El despertador sonó y se arrodilló delante de su vieja mesa de estudio. Tenía la habitación llena de dibujos. Los dibujos verdes, unos bonitos y otros feos, inundaban la habitación. Cuando descendió por las escaleras para desayunar, se detuvo delante del calendario que siempre había adornado la mesa de la cocina. Había pasado un mes. No podía entenderlo, salió corriendo a encender el televisor y de nuevo le anunciaron el mismo día. Unos ruidos de pasos por el pasillo le sacaron de su ensimismamiento, era su madre. Su madre estaba ojerosa. Lo que indicaba que había estado llorando mucho tiempo la pérdida de su hijo. 

Hablaron durante el almuerzo. Había sido despedido del trabajo. Su novia no le volvería a llamar porque hacía un mes que habían discutido y él no se había dignado a llamar. Su padre había muerto en un accidente de coche el mismo día que desapareció. Acunó su cabeza entre sus manos y, entre fuertes hipidos provocados por el llanto, le contó a su madre lo que había pasado. Para él todo había sucedido en un día, pero en su casa había pasado un mes. Estaba sin trabajo, sin novia, sin padre, era terrible, no sabía cómo pero había pasado un mes, aunque él pensaba que era un día, en aquélla extraña casa verde. Cuando se lo contó a su madre, ésta se extrañaba de la extraña expresión de los ojos de su hijo, el reguero de lágrimas que le caían hasta que goteaban por la barbilla, pero ella estaba demasiado dolida por todo lo acontecido. Y, por supuesto, no le creyó. Él mecía su cabeza con sus candorosas manos mientras lloraba desconsoladamente. En, lo que él pensaba que era un día, lo había perdido todo.

Al llamar a su novia ella no se quiso poner al teléfono. En su trabajo ya le habían sustituido; total, no era indispensable. Administrativos los hay a patadas, le dijeron. Pero con su padre no pudo hablar. Había muerto. Lloró mucho recordando todo lo que habían pasado juntos. No era poco. Su padre le había llevado a cazar con su primo y su tío por primera vez. A él le había querido mucho; no en vano era su único hijo. Lloró mucho por la pérdida irreparable de su padre. Estaba totalmente angustiado. No podía respirar sin que le doliera. Recordó dónde trabajaba su novia y se fue a buscarla al salir. Tenía que recurrir a lo que nunca fallaba y ésa era su novia. Ella era una buena chica; le ayudaría en lo que pudiera, estaba seguro. Cuando la vio salir del trabajo quiso pararla en la calle pero ella le dijo que mejor se fueran juntos a comer. 

Le contó cuanto había pasado. No le creía, es difícil creer que a alguien le pase eso. “No me pongas excusas tontas para disculparte por lo del mes pasado, no te creo”, dijo, y se detuvo en desmigar una barra de pan con los ojos llorosos. Pero no podía creerle era demasiado. Cuando discutieron, hacía más de un mes, se debió a que él le había dicho que no vería mal que se tomaran un descanso en su relación, estaban yendo demasiado rápido y eran demasiado jóvenes para plantearse comprar un piso. Ella quería casarse y él no sabía lo que quería. 

Era un chico orgulloso y estaba intentando aguantar su rabia y su indignación en ese restaurante en el que estaba frente a su novia. Para ella él era un chico extraño no demostraba nada de lo que él era. Y, así, tras estar unos tensos minutos en silencio sollozando, él no pudo más. Se derrumbó, quiso no mostrar debilidad porque era un chico orgulloso, pero se derrumbó. Era más de lo que un solo cuerpo podría aguantar. Lloró muchísimo delante de ella. No le dio ningún reparo. Se levantó de la mesa y se fue a su casa corriendo, dónde se encerró en su habitación tras un portazo. Su madre le llamaba a la puerta, que estaba cerrada por dentro con el candado que él mismo había instalado, hacía tiempo. La madre estaba desesperada, no sabía que hacer y se decidió a llamar al trabajo y a la novia de su hijo. Tras una conversación algo tensa, en ambos casos le dijeron que no podía ser, que no podían permitir que estuviese un mes sin dar señales de vida y pretender que no ha pasado nada. La madre estaba triste y no sabía qué podía hacer por su hijo. Estuvo allí encerrado seis días sin comer ni beber nada en absoluto.

Al séptimo día fue cuando salió. Aprovecho el rato en que su madre se iba a comprar al mercado, destruyó todos los objetos decorativos que hubiera en su casa y que tuvieran alguna tonalidad en verde. Al regresar su madre de la compra le dijo que estaba loco, pero él no le hizo caso seguía con los ojos en blanco quemando cada porción, por minúscula que fuese, con su mechero con una media sonrisa en el rostro. La madre, horrorizada llamó a la policía, lo denunció. Le llevaron a comisaría, le tomaron declaración, y, por supuesto, no le creyeron. Le indicaron que debía ir a recibir asistencia psicológica. El psiquiatra que le atendió le dijo que debía ser aislado en algún centro para que no pudiera causar ningún daño, debido a sus arrebatos de cólera. Encerrado, en el cuarto que le asignaron, en el centro psiquiátrico, no hacía más que pedir algo donde dibujar y con lo que dibujar. Le dieron unas pinturas y un bloc de dibujo. Una noche, cuando ya había terminado todas las hojas de los dieciséis cuadernos que le pudieron hacer llegar, decidió clavarse el lapicero verde en el cuello.

Su mano, que, previamente, había pintado un hermoso paisaje y el busto de una mujer, aferró el lapicero verde y se lo clavó en el cuello. Se produjo un agujero en la tráquea, por lo que se ahogó en el espeso color rojo que era su sangre. Y, es que, el color rojo siempre ha sido el enemigo del verde. El  mayor enemigo de todos.

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