2/10/13

¿Para qué?

Estoy releyendo los libros del Capitán Alatriste de Arturo Pérez Reverte y me pongo en la piel de la vieja infantería española del siglo XVII, la que asombró al mundo al permanecer invicta durante siglo y medio, que se dice pronto. Aquéllos camaradas que morían con el fango cubriéndoles las rodillas bien asentados los pies y a hierro y fuego cobraban cara cada herida de su piel. Aquéllos que veían morir destripado a un camarada y llamaban a gritos al siguiente para que ocupara el puesto del caído y seguir resistiendo los embates del enemigo. Aquéllos que luchaban sin saber si iban a cobrar la soldada o no. Bueno, sí que lo sabían, puesto que quien quisiera soldada tenía que hacerse con algún botín.

A los que daban de lado los dirigentes y que eran usados como peones por ellos para conseguir sus fines. Los que se alistaban por poderse llevar un mendrugo de pan con algo de vino a la boca. Los que trasegaban por los campos de Europa y América intentando no desfallecer por el hambre ni víctimas del mal del francés o comidos por los piojos. Aquéllos que, pese a los monarcas y dirigentes que tuvieron, engrandecieron el nombre de España. Luchando por ser cristianos viejos o, simplemente, por hambre. Haciendo historia y haciendo patria. Vizcaínos junto a valencianos, andaluces muriendo al lado de catalanes o cántabros, castellanos batiéndose en duelo con quien hubiese osado herir al camarada mallorquín… Haciendo patria, en definitiva.

Cuando paro mientes en recordar al insigne marino vizcaíno Don Blas de Lezo. Aquél al que llamaban el medio hombre, porque le faltaban una mano, un pie y un ojo. Aquél, digo, que tuvo él solito en jaque a toda la armada de la Gran Bretaña en la batalla de Cartagena de indias. Hoy en día olvidado pues, al no pertenecer a ningún partido político determinado, ni ser nacionalista ni nada por el estilo, no merece un mísero callejón a su nombre. Aprovecho para comentarles que actualmente hay una exposición en honor a la figura de Blas de Lezo en el museo naval de Madrid.

Cuando pienso en el gran literato Don Miguel de Cervantes y Saavedra, escritor del Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha y lo imagino mirándose sangrando, horrorizado y demudada la color, el muñón sangriento donde antes había estado su mano. Durante la batalla de Lepanto donde quedó manco de brazo pero no de mente. Puesto que luego nos deleitó con la mejor novela en español de todos los tiempos. La única novela decía Unamuno, las demás serían nivolas. No seré yo quien desmienta a Don Miguel.

Al imaginar a Don Félix Lope de Vega y Carpio, el llamado fénix de los ingenios, que sirvió en la infantería él mismo y, tras un breve lapso de tiempo, tuvo que enterrar a su hijo fallecido en una batalla naval. Me imagino sus llantos y su dolor, como el de tantas madres y tantos padres. Porque no sólo de gentes famosas se ha de hablar, no han sido los únicos que han sufrido. Pues hubo muchos que murieron por una bandera, por un país y por perpetuar una sangre que, visto el resultado en el tiempo que corre, dudo que mereciera tal sacrificio. Observando a su alrededor, se darán cuenta de lo ingrata que ha sido la historia con los sacrificios realizados por aquéllos hombres. De modo que, cuando leo estas aventuras de nuestros héroes, olvidados o no, no puedo por menos que imaginarme, hablando con ellos, subido a un montón de cadáveres, y les mostraría en qué se convirtió todo aquello por lo que lucharon y les preguntaría: ¿Para esto lucháis? ¿Merecemos vuestras vidas? Tanto sufrir ¿para qué?

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