Aunque
no esté de moda y alguno pueda sentirse tentado a reírse de mis
creencias diré, sin complejo alguno, que soy creyente y voy a misa todos
los domingos. Diré también que, como muchos otros católicos, cuando
Benedicto XVI tomó la decisión de apartarse de las obligaciones que le
imponía el pontificado, me quedé asombrado y perplejo. No me incomoda
aceptar que estaba asustado por lo que pudiera pasar. El papa Ratzinger
no ha sido santo de mi devoción, la verdad, pero ni le suponía tan
enfermo e incapacitado como para tener que renunciar al papado; ni le
imaginaba tan valiente para enfrentarse a la opinión pública; ni sabía
(ignorante de mí) que un santo padre pudiese renunciar al pontificado
saliendo por la puerta de atrás.
Me
encontraba, como les digo, en un estado de zozobra y, aunque inmerso en
un mar de dudas, me confortó ver que al fin todo volvía a su cauce.
Unas hebras de humo blanco se alzaron desde la chimenea de la capilla
Sixtina, allá por el mes de marzo pasado y, tras el repicar de las
campanas, apareció el cardenal camarlengo en el balcón de la Plaza de
San Pedro de Roma para pronunciar la fórmula: “Annuntio vobis gaudium magnum; habemus Papam”.
Mantuve
la mirada fija en la pantalla de televisión. Jorge Mario Bergoglio era
su nombre, y se llamaría Francisco. Me sedujo su sencillez desde el
primer momento, al aparecer con una sotana blanca y un sencillo
crucifijo al pecho. Lejos del boato y el oro con que habían aparecido
sus antecesores. Además, al indagar en su ministerio, descubrí que
gustaba de visitar a los feligreses en sus casas y animaba a los
sacerdotes a realizar esa labor misionera. Rechazaba viajar en taxi
pues, como digo, no era amante del lujo y se trasladaba en transporte
público. Además, dijo que su poder como papa es el servicio a los
pobres, demostrando tener una especial sensibilidad para los problemas
de la sociedad. Me sorprendió que renunciara a su alojamiento oficial y
fuese a un apartamento de invitados por sentirse más cómodo.
Pero
todo ello no acaba ahí, pues volvió a sorprenderme un par de meses
después cuando llegó a las Jornadas Mundiales de la Juventud celebradas
en Brasil, donde tuvo palabras de aliento para la gente necesitada e
instó a políticos y dirigentes mundiales a ponerse a trabajar por la
gente. Recordándoles que “el poder es servir”. En la tradicional vigilia
con los jóvenes que se suele celebrar siempre en estas jornadas, los
denominó “atletas de Cristo, constructores de una Iglesia más hermosa y
de un mundo mejor”, llamando, de este modo, a los jóvenes a participar
en la Iglesia.
Pero
fue en su viaje de vuelta a Roma donde realizó sus declaraciones más
jugosas hasta la fecha. Afirmó que creía que la mujer tenía que tener un
papel mucho más activo en la Iglesia, aunque rechazó de plano que
pudieran ser ordenadas sacerdotisas al ser “una puerta cerrada”. También
declaró que él no es nadie para juzgar a una persona por ser gay si
tiene buena voluntad y busca a Dios. Además, señaló la necesidad de que
esta comunidad sea integrada en la sociedad. Reconoció la existencia de
un lobby gay en el Vaticano del que sí se mostró abiertamente en contra.
Y terminó opinando del espinoso tema de la gestión del Banco Vaticano,
diciendo que ha de ser honesta y transparente, al tiempo que anunciaba
que iba a ordenar una comisión para saber si se puede reformar a
satisfacción o esta entidad debe cerrarse.
Otro
capítulo importante en su camino hacia nuestros corazones se produjo en
la vigilia por la celebración de la Natividad de la Virgen María, madre
de paz, del pasado 7 de septiembre. En esa ocasión, habló sin ambages
ni medias tintas contra la guerra. Contra todas las guerras y
confrontaciones de todo tipo, animándonos a repetir hasta la saciedad
las palabras que pronunciara su antecesor Pablo VI: «Nunca más los unos
contra los otros; jamás, nunca más… ¡Nunca más la guerra!».
El
último de los hitos en su trasiego ha sido una entrevista que ha sido
publicada recientemente. Uno de los temas de los que la prensa se ha
hecho más eco, se produjo al explicar cómo ejerció su ministerio en
Argentina antes de ser nombrado papa. Contestó que éste se había
producido lamentablemente de manera autoritaria por lo que fue acusado
de ultraconservador. Esta incapacidad para manejar convenientemente su
diócesis acabó provocándole una gran crisis interior. Entonces añadió:
“No habré sido como la Beata Imelda (que falleció en éxtasis a la edad
de trece años tras tomar la primera comunión) pero nunca fui de
derechas”. Dicha afirmación tuvo un altavoz inmediato en la prensa
mundial.
En
cambio, más allá del ruido mediático, lo que a mí me parece
revolucionario es mencionar la necesidad de la lectura de los signos de
los tiempos que corren. Impulsando a los sacerdotes a ejercer una labor
misionera explica su modo de -como decía San Ignacio en sus Ejercicios
Espirituales- “sentir con la Iglesia”. Aclarándonos que la imagen de
Iglesia que tiene es la del pueblo santo. Sentir con la Iglesia quiere
decir estar en este pueblo, tener sensación de pertenencia a la
comunidad y, por lo tanto, entender su problemática.
Pero
su visión de la Iglesia no queda ahí, ya que nos la presenta como un
hospital de campaña tras una batalla. Lo importante no es si el paciente
tiene alto el colesterol sino curar sus heridas yendo a lo elemental.
Por tanto, la primera reforma a realizar en el seno de la Iglesia es la
de las actitudes. Porque el pueblo de Dios necesita pastores, no
funcionarios. De ahí su insistencia en la necesidad de una labor
misionera de la Iglesia al decir que los sacerdotes deben ser “ministros
de misericordia”. Y clarifica esta afirmación usando el ejemplo de un
confesor, que corre el riesgo de ser demasiado rigorista o demasiado
laxo (sin ser ninguna de esas actitudes misericordiosa, porque ninguno
de los dos se hace cargo de la persona). El rigorista se lava las manos,
remitiéndolo a lo que está mandado, mientras el laxo, por su parte, se
lava las manos diciendo “esto no es pecado” o similar. Sin embargo,
Francisco nos recuerda que a las personas hay que acompañarlas
individualmente porque sus heridas deben ser curadas.
Quiero
acabar con la cita: “La tradición y la memoria del pasado tienen que
ayudarnos a reunir el valor para abrir espacios nuevos a Dios. Aquel que
hoy buscase siempre soluciones disciplinares, el que tienda a la
seguridad doctrinal de modo exagerado, el que busca obstinadamente
recuperar el pasado perdido, posee una visión estática e involutiva. Y
así la fe se convierte en una ideología entre tantas otras”. Creo que es
una visión de lo más acertada de la institución en que se ha convertido
la Iglesia.
Todos
esos aciertos, en forma de palabras o pasos del santo padre, han ido
haciendo que me vaya sintiendo cada vez más cercano a él. A cada paso
que da, se acerca más a mi idea de Jesucristo; de la labor que Él haría
si se encontrase entre nosotros hoy día; de las palabras que
pronunciaría sembrando de dudas nuestro interior y haciendo temblar los
cimientos sólidos de la Iglesia. Las dudas que antes tenía al
encontrarme la que, para mí, era una Iglesia inmovilista que sentía
lejos, se han disipado con el papa Francisco, haciendo que me sienta,
sin reservas, uno de los suyos.
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