2/10/13

Uno de los tuyos.

Aunque no esté de moda y alguno pueda sentirse tentado a reírse de mis creencias diré, sin complejo alguno, que soy creyente y voy a misa todos los domingos. Diré también que, como muchos otros católicos, cuando Benedicto XVI tomó la decisión de apartarse de las obligaciones que le imponía el pontificado, me quedé asombrado y perplejo. No me incomoda aceptar que estaba asustado por lo que pudiera pasar. El papa Ratzinger no ha sido santo de mi devoción, la verdad, pero ni le suponía tan enfermo e incapacitado como para tener que renunciar al papado; ni le imaginaba tan valiente para enfrentarse a la opinión pública; ni sabía (ignorante de mí) que un santo padre pudiese renunciar al pontificado saliendo por la puerta de atrás.

Me encontraba, como les digo, en un estado de zozobra y, aunque inmerso en un mar de dudas, me confortó ver que al fin todo volvía a su cauce. Unas hebras de humo blanco se alzaron desde la chimenea de la capilla Sixtina, allá por el mes de marzo pasado y, tras el repicar de las campanas, apareció el cardenal camarlengo en el balcón de la Plaza de San Pedro de Roma para pronunciar la fórmula: “Annuntio vobis gaudium magnum; habemus Papam”.

Mantuve la mirada fija en la pantalla de televisión. Jorge Mario Bergoglio era su nombre, y se llamaría Francisco. Me sedujo su sencillez desde el primer momento, al aparecer con una sotana blanca y un sencillo crucifijo al pecho. Lejos del boato y el oro con que habían aparecido sus antecesores. Además, al indagar en su ministerio, descubrí que gustaba de visitar a los feligreses en sus casas y animaba a los sacerdotes a realizar esa labor misionera. Rechazaba viajar en taxi pues, como digo, no era amante del lujo y se trasladaba en transporte público. Además, dijo que su poder como papa es el servicio a los pobres, demostrando tener una especial sensibilidad para los problemas de la sociedad. Me sorprendió que renunciara a su alojamiento oficial y fuese a un apartamento de invitados por sentirse más cómodo.
Pero todo ello no acaba ahí, pues volvió a sorprenderme un par de meses después cuando llegó a las Jornadas Mundiales de la Juventud celebradas en Brasil, donde tuvo palabras de aliento para la gente necesitada e instó a políticos y dirigentes mundiales a ponerse a trabajar por la gente. Recordándoles que “el poder es servir”. En la tradicional vigilia con los jóvenes que se suele celebrar siempre en estas jornadas, los denominó “atletas de Cristo, constructores de una Iglesia más hermosa y de un mundo mejor”, llamando, de este modo, a los jóvenes a participar en la Iglesia.

Pero fue en su viaje de vuelta a Roma donde realizó sus declaraciones más jugosas hasta la fecha. Afirmó que creía que la mujer tenía que tener un papel mucho más activo en la Iglesia, aunque rechazó de plano que pudieran ser ordenadas sacerdotisas al ser “una puerta cerrada”. También declaró que él no es nadie para juzgar a una persona por ser gay si tiene buena voluntad y busca a Dios. Además, señaló la necesidad de que esta comunidad sea integrada en la sociedad. Reconoció la existencia de un lobby gay en el Vaticano del que sí se mostró abiertamente en contra. Y terminó opinando del espinoso tema de la gestión del Banco Vaticano, diciendo que ha de ser honesta y transparente, al tiempo que anunciaba que iba a ordenar una comisión para saber si se puede reformar a satisfacción o esta entidad debe cerrarse.
Otro capítulo importante en su camino hacia nuestros corazones se produjo en la vigilia por la celebración de la Natividad de la Virgen María, madre de paz, del pasado 7 de septiembre. En esa ocasión, habló sin ambages ni medias tintas contra la guerra. Contra todas las guerras y confrontaciones de todo tipo, animándonos a repetir hasta la saciedad las palabras que pronunciara su antecesor Pablo VI: «Nunca más los unos contra los otros; jamás, nunca más… ¡Nunca más la guerra!».

El último de los hitos en su trasiego ha sido una entrevista que ha sido publicada recientemente. Uno de los temas de los que la prensa se ha hecho más eco, se produjo al explicar cómo ejerció su ministerio en Argentina antes de ser nombrado papa. Contestó que éste se había producido lamentablemente de manera autoritaria por lo que fue acusado de ultraconservador. Esta incapacidad para manejar convenientemente su diócesis acabó provocándole una gran crisis interior. Entonces añadió: “No habré sido como la Beata Imelda (que falleció en éxtasis a la edad de trece años tras tomar la primera comunión) pero nunca fui de derechas”. Dicha afirmación tuvo un altavoz inmediato en la prensa mundial.

En cambio, más allá del ruido mediático, lo que a mí me parece revolucionario es mencionar la necesidad de la lectura de los signos de los tiempos que corren. Impulsando a los sacerdotes a ejercer una labor misionera explica su modo de -como decía San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales- “sentir con la Iglesia”. Aclarándonos que la imagen de Iglesia que tiene es la del pueblo santo. Sentir con la Iglesia quiere decir estar en este pueblo, tener sensación de pertenencia a la comunidad y, por lo tanto, entender su problemática.

Pero su visión de la Iglesia no queda ahí, ya que nos la presenta como un hospital de campaña tras una batalla. Lo importante no es si el paciente tiene alto el colesterol sino curar sus heridas yendo a lo elemental. Por tanto, la primera reforma a realizar en el seno de la Iglesia es la de las actitudes. Porque el pueblo de Dios necesita pastores, no funcionarios. De ahí su insistencia en la necesidad de una labor misionera de la Iglesia al decir que los sacerdotes deben ser “ministros de misericordia”. Y clarifica esta afirmación usando el ejemplo de un confesor, que corre el riesgo de ser demasiado rigorista o demasiado laxo (sin ser ninguna de esas actitudes misericordiosa, porque ninguno de los dos se hace cargo de la persona). El rigorista se lava las manos, remitiéndolo a lo que está mandado, mientras el laxo, por su parte, se lava las manos diciendo “esto no es pecado” o similar. Sin embargo, Francisco nos recuerda que a las personas hay que acompañarlas individualmente porque sus heridas deben ser curadas.

Quiero acabar con la cita: “La tradición y la memoria del pasado tienen que ayudarnos a reunir el valor para abrir espacios nuevos a Dios. Aquel que hoy buscase siempre soluciones disciplinares, el que tienda a la seguridad doctrinal de modo exagerado, el que busca obstinadamente recuperar el pasado perdido, posee una visión estática e involutiva. Y así la fe se convierte en una ideología entre tantas otras”. Creo que es una visión de lo más acertada de la institución en que se ha convertido la Iglesia.
Todos esos aciertos, en forma de palabras o pasos del santo padre, han ido haciendo que me vaya sintiendo cada vez más cercano a él. A cada paso que da, se acerca más a mi idea de Jesucristo; de la labor que Él haría si se encontrase entre nosotros hoy día; de las palabras que pronunciaría sembrando de dudas nuestro interior y haciendo temblar los cimientos sólidos de la Iglesia. Las dudas que antes tenía al encontrarme la que, para mí, era una Iglesia inmovilista que sentía lejos, se han disipado con el papa Francisco, haciendo que me sienta, sin reservas, uno de los suyos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario